5.2.08

Reciprocidad Cosmopolita

Para algunos el sueño del pibe consiste en vivir en Nueva York, París, Madrid, Londres, San Francisco o Barcelona. Acercarse de una manera cotidiana a la vida cosmopolita de una ciudad global, epicentro de la vanguardia comercial y cultural es, también, una manera glamorosa de atiborrarse de estatus. Permite vanagloriarse de haberse cruzado con Tom Cruise en una tienda de relojes o de ni siquiera voltear la cabeza cuando pasa un Ferrari porque es cosa de todos los días. Esto además de enorgullecerse de escuchar a Joshua Redman en un pequeño club de Jazz, oír a concertistas de la talla de Anne Sophie Mutter tocando bajo la dirección de André Previn, ver los originales de Pollock o pasear frente a las casas de Frank Lloyd Wright sin saberlo.

Vitrinear donde compran las señoras de los políticos dominicanos, tomarse un café – el más barato – donde la elite salvadoreña come caviar con champaña son todos sueños que pueden hacerse realidad si se postula a una universidad, se gana usted una ‘generosa’ beca nacional y se endeuda para que cuadre la ancha y profunda caja de un mes en una ciudad top…

…ese sueño, eso sí, puede convertirse rápidamente en una condena estival. No hay peor pesadilla que vivir en una ciudad o destino turístico en época de vacaciones: los hermanos, padres, suegros, primos, primos de primos, sobrinos de tíos y una interminable lista de familiares que nunca conoció sacan número y hacen fila para ahorrarse las chauchas de un hostal y las castañas tostadas de la calle. Y todo esto antes de haber usted puesto el implemento rojo con los papelitos enumerados o los pequeños pilares con cintas extensibles. Es más, la fila estará ahí aún cuando el cartelito de “cerrado, pase a la ventanilla siguiente” o “vuelvo en 4 años” sea metafóricamente visible, evidente y parte del conjunto de lo obvio.

Más aún, los amigos, los amigos de los amigos (que no necesariamente serán sus amigos porque las propiedades de la transitividad lógica y matemática no necesariamente se aplican en ese fangoso terreno de lo social) apelarán a su buena voluntad, a su vocación de chofer y guía turístico y a ese tiempo que obviamente le sobra porque claro, en esos países no hay ni TranSantiago ni extensos horarios de trabajo porque la gente no saca la vuelta. Y si se está en la edad, no solo llegará una seguidilla de veinteañeros-con-alma-de-adolescentes a perturbar ese pequeñísimo espacio cosmopolita, sino que también le acompañarán sus leales liendres y la larga estela de ropa sucia despertando la vocación de lavandero que lleva dentro.

Lo curioso de este fenómeno es que la ley de la reciprocidad sufre severas alteraciones. Según ésta, quien entrega un regalo/favor/servicio obliga al recipiente a devolver, quien a su vez obliga nuevamente insertando a los partícipes en un círculo _ _ _ _ (_) oso. Si no creen, piensen qué pasaría si a alguien a quien su existencia le es apreciable no le regalasen un regalo de cumpleaños en circunstancias en las que esta persona lo hace anualmente. Existen variaciones en que es un tercero abstracto el que paga, como es el caso de la caridad. Pero la recepción a un extraño coterráneo se paga con un precio/don/servicio/favor que con el pasar de los días tiende a cero.

Esto pues a quienquiera que haya ‘caído’ (entre comillas para identificar el eufemismo, porque más bien constituye una grosera usurpación) en lo de un conocido no devuelve lo equivalente – en alguna escala determinada, con ponderadores particulares – a lo recibido. El círculo de la reciprocidad en estos casos se abre con una sonrisa a la llegada del aeropuerto un ‘sincero’ abrazo ante la inminencia del contacto físico, una infinidad de ‘gracias’ en el transcurso de la estadía, y un ‘muchísimas gracias, en verdad que se pasaron’ al final. Los más decorosos llegarán con una caja de chocolates que compraron en el aeropuerto, un Sahne-Nuss y un tarro de manjar o una botella de Pisco, sin siquiera saber si el hospedero las recibirá de buen gusto. Algunos más finos llegarán con una caja de chocolates Varsovienne o Bozzo que, sin duda, no fue fruto de la motivación del adolescente y precoz ‘aprovechador’ sino de la anticipada vergüenza de su dulce y tierna madre.

Por si las dudas: por mucho que haya venido Cecilia Echeñique a cantar, este lugar es como el Curicó de Estados Unidos. Carece, consecuentemente, de todo atributo que lo ubica en la memoria colectiva como un destino turístico atractivo salvo hectáreas y hectáreas de maíz. Por mucho mall y auto, este no es un polo magnético que produce filas de parientes. Aquí no he conocido ni primos ni a los amigos de mis amigos, ni conozco lo que se siente ser hospedero-chofer-guía por una semana. Así, los más perspicaces ya suponen correctamente que en cuanto crucen la frontera me tendrán sonriendo en el aeropuerto, agradeciéndoles hasta el cansancio y despidiéndome con un sincero “hasta pronto”.